Reseña «La buena suerte» de Rosa Montero por Esther M. Gallego.
La buena suerte es, sin duda, que ‘La buena suerte’ caiga en tus manos. La última novela de Rosa Montero, publicada en el año 2020, es un recorrido por los entresijos de las emociones humanas que al principio conduce Pablo Hernando y en el que, a muy pocas páginas del principio, Raluca toma las riendas porque los focos que mejor funcionan son los que iluminan a su persona. ¿Qué hace Raluca en un pueblo como Pozonegro si ella es luz? Pues conocer a un hombre que va camino de Málaga en el AVE y que decide bajarse en este pueblo de Ciudad Real. El motivo de esta decisión abrupta es la primera piedra de una novela tan bien construida como emocionante.
Arranca Montero con una meticulosa prosopografía o retrato físico de este varón de 54 años que resulta ser un arquitecto de renombre. Las cualidades morales las iremos conociendo poco a poco hasta conformar un completo retrato sin fisuras, que a la escritora y periodista se le da tan bien como convertir la topografía de este lúgubre lugar de 1.300 habitantes en una imagen congelada en nuestra retina. Corre el mes de junio y este relato nos lleva hasta febrero del año siguiente. Por el camino el misterio, el amor, la frustración, su poca dosis de humor y la búsqueda de redención vagan por un lugar que hasta de día da miedo y mucha pena. Montero logra una novela de absoluta complicidad con el lector y esto se agradece. Suministra la información muy bien y coloca los datos justo donde los esperamos.
‘La buena suerte’ es un trazado del alma humana y un análisis del Bien y el Mal (sí, en mayúscula para dar más empaque) abordado desde varias tramas turbias acordes a un decorado como Pozonegro. Porque en este pueblo aparentemente no suceden grandes acontecimientos hasta que, claro está, se abren las puertas del bloque de Pablo y se derriba la intimidad de los vecinos para sacar a colación reflexiones sobre la vejez, la muerte, el amor, el papel de los servicios sociales, el maltrato animal y muchas formas de violencia, entre las que sobresalen las que se producen dentro del ámbito familiar.
‘La buena suerte’ engancha. ¿Cómo no iba a hacerlo un libro con este título? ¿Quién no se engancharía a la buena suerte? Pero, ¿qué es la buena suerte para personas a las que la vida ha golpeado tan fuerte? Y es que en este pueblo inhóspito y feo la buena suerte para cada uno representa cosas diferentes. Para unos es huir de un pasado de pavor, de infancias sin afecto, y para otros es seguir enamorados en la vejez o como Violeta, que solo sueña con dormir sin miedo. Así es como transitamos por esta obra de Rosa Montero; deseosos de saber, pero temblando antes de la próxima punzada.
Con ‘La buena suerte’ Montero nos brinda un thriller muy astuto, ágil, de prosa sencilla, fluida, casi telegráfica, y un lenguaje muy coloquial. En la novela se masca la tensión y el peligro gracias a una ambientación de diez que solo está un poco por debajo de dos personajes tan bien concebidos que puede que al lector le cueste decidirse por quién es su protagonista, si Pablo o Raluca, una chica de nacionalidad rumana de 39 años que trabaja en un supermercado de la localidad. La novelista engendra un personaje con todo el cariño que un autor puede dar al que sabe que se convertirá en uno de los indispensables de su haber literario.
En la novela hay un cruce de tramas en las que se airea lo mejor y lo peor del ser humano. Pablo y Raluca saben qué es lo mejor y qué puede llegar a ser lo peor de las personas. Y lo saben porque el libro recoge recortes de casos reales con los que Pablo intenta comprender el comportamiento de un allegado que ha perdido para siempre aunque no esté muerto. El orden del relato es mitad lineal y mitad armado de saltos al pasado, necesarios sin lugar a dudas para conocer por qué un día este arquitecto -al que parecía que la buena suerte ya le sonreía- se paró en Pozonegro para empezar una nueva vida. O mejor dicho, huyendo de la que tenía.
La novela es un saco de reflexiones que dejan impronta. Que no nos confunda su dinamismo porque nada está más lejos de la realidad.
“Mira, a mi edad he llegado al convecimiento de que la gente no se divide entre ricos y pobres, negros y blancos, derechas e izquierdas, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, moros y cristianos. No. En lo que se divide de verdad la humanidad es entre buena y mala gente. Entre las personas que son capaces de ponerse en el lugar de los otros y sufrir con ellos y alegrarse con ellos, y los hijos de puta que sólo buscan su propio beneficio, que solo saben mirarse la barriga. Esos que son capaces de vender a su madre, ya me entiendes. Luego, entre los buenos, algunos son buenísimos, y entre los malos, algunos son malísimos. Raluca es buenísima. Yo creo que soy pasablemente bueno. ¿Y tú? ¿Tú que eres? ¿Eres buena gente o mala gente?”
Solo Felipe, el vecino octogenario de Pablo, tiene permiso por su experiencia para una reflexión tan incisiva que empieza dirigiendo a Pablo y que termina calando en todos los que estamos al otro lado de la novela. ‘La buena suerte’ es una proeza en la que todos los elementos se ajustan unos a otros por muy distanciados que estén. Todo cuadra. Desde ese multiperspectivismo de escenas, soliloquios que valen oro y hasta la distribución del suspense, donde cabe lo malo, pero que también rezuma optimismo por los agujeros más inimaginables. En Pozonegro tortura el calor del verano, pero también las cosas silenciadas que la pluma de la autora madrileña hace visibles con piruetas narrativas y más de un cliffhanger que funciona bastante bien. Y es que hay peligrosos criminales fugados, líderes de bandas neonazis y vecinos extorsionadores que, en este caso, son más bien una caricatura. Menos mal que en este pueblo todavía hay quien se considera afortunado como Raluca.
“¡Qué suerte! Yo es que siempre he tenido muy buena suerte, ¿sabes? Y menos mal que soy así de afortunada, porque, si no, con la vida que he tenido, no sé qué hubiera sido de mí”.
En ‘La buena suerte’ no hay anticlímax que valga. Todas las páginas contienen puro nervio y nada es gratuito. Es más, ni pierde enganche cuando el libro se alimenta de tecnicismos propios de Rafael Moneo, de alusiones a Don Quijote y de citas de Pessoa:
“Si el corazón pudiera pensar, se pararía”.
Reseña creada por: Esther M. Gallego.