Paseas tranquilamente entre estanterías. De una biblioteca. De una librería. De una casa ajena… Miras los libros. No te atreves a tocarlos todos. No quieres que piensen que eres un esnob ansiado. Ladeas la cabeza para leer un título que se te resiste. Entornas la vista, enfocas bien. La luz no es la más adecuada para tu presbicia.
De repente, sientes algo. Una interpelación. Una llamada. Un lazo. Hay un libro que llama tu atención. No sabrías muy bien decir por qué. No sabes si es el título, que no conoces. O el autor, del que no has leído nada. Quizá sea el tamaño del libro, te gustan los volúmenes gruesos. O el llamativo aspecto del lomo.
Levantas la mano, y la diriges hacia ese libro. Le tocas, le sacas de su lugar. Un pequeño temblor te agita. Estás nervioso, como cuando te acercaste por vez primera a la chica que te gustaba. Observas la portada. Le giras. Le das la vuelta. Ves la trasera. Lees el resumen que un editor anónimo ha escrito sobre ese libro. Sabes de su argumento, de su historia, siquiera de manera superficial. Con las contraportadas pasa como con los trailers de las películas actuales: todos los anuncios presagian grandes filmes. Luego, cuando la sala se apaga, la decepción te inunda. Con los libros es igual. Lees ese modesto resumen, diez, doce, quizá quince líneas… Y una explosión de adrenalina te arrasa, te emociona y luego te desengaña 280 páginas más tarde. Pero entre contra y contra, hay una que te llama la atención por encima del resto. Es esa que tienes ahora a veinte centímetros de tus ojos.
Algo engancha en tu subconsciente. El argumento. El escenario. La cita del autor de turno que recomienda el libro… Y el pensamiento se genera con la velocidad del rayo…
Quiero leer este libro. YA.
Así llegué, por ejemplo, hasta “El mago”, de John Fowles. Era una de mis primeras tardes en la biblioteca de la Facultad de Ciencias de la Información. El autobús que a diario me llevaba de Toledo a la Universidad me dejaba allí una hora o dos horas antes de que empezaran las clases, así que ese rato me lo pasaba en la biblioteca.
Observaba los libros, me detenía en uno, en otro, lo cogía, lo hojeaba, lo volvía a dejar en su sitio. De repente, me fijé en ese amarillo característico de la editorial Anagrama. El título también me pareció sugerente. Aunque yo entonces no lo sabía, que una colección avec le prestige de “Panorama de Narrativas” acogiera en su seno una novela con un título tan simple a la vez que ambicioso como “El mago” era una promesa de emociones fuertes.
Como marcan los cánones, leí la contra. Las contras de Anagrama son excelentes, de las mejores que te puedes encontrar en el mercado editorial. Y han pasado muchos años desde ese día, más de treinta, pero siguen siendo apéndices sensoriales que te dejan el regusto de la curiosidad lectora en el paladar.
Con 18 años, tener en tus manos una novela que mezcla, según sus publicitarios augures, […] elementos de la novela gótica, el thriller, la historia iniciática, la novela erótica, la filosófica […] era caer en una trampa de la que no podía escapar. Saqué el libro en préstamo. No lo leí. Lo devoré. Lo metabolicé. Lo asimilé como si fuera mi propio ser. Vive conmigo desde entonces.
“El mago” me parece un libro extraordinario, con absoluta seguridad, desde mi humilde perspectiva, una de las grandes cimas de la literatura mundial en el siglo XX. Lo he leído varias veces. Las desventuras de Nicholas Urfe en esa isla griega de Phraxos, trasunto de la Spetsai o Spetses actual. Como le sucede al cínico protagonista de esta novela, me empecé a enamorar de Grecia sin ser consciente de ello.
Creo que este libro marca con claridad meridiana el primer paso del lector juvenil que era, atrapado por las novelas de Jules Verne o J. R. R. Tolkien, al que actualmente soy. Que yo recuerde, esta es la primera novela que leí en la que tanto importa la historia que nos cuentan como el modo de hacerlo; los sucesos como las palabras elegidas para narrarlos. Hueles el pino. Oyes los grillos. Paladeas la retsina. Una obra con una clara vocación literaria, con la intención de perdurar. Con seguridad, antes de “El mago” habría leído alguna otra. Pero desde luego, ninguna me impactó, me dejó la huella que décadas después sigue inasequible al paso del tiempo. El lector que soy hoy en día subió su primer “hors categorie” engarzado a las páginas de este libro. No puedo recomendarlo con más entusiasmo. No sé cuanta es la deuda que mantengo con Fowles y su opera magna, pero sí sé que nunca la terminaré de pagar.